Un elemento inequívoco de que se acerca la Navidad en las parroquias, en los centros juveniles, en los colegios, en las casas de las familias… es la preparación, ya sea por parte de un grupo de aficionados o voluntarios, o de profesores, animadores o chicos de la escena del nacimiento de Jesús. Los belenes.
Grandes o pequeños; plagados de escenas bíblicas o sencillamente con María, José y el Niño; de porcelana, escayola, barro o madera; con un río con el agua en continuo movimiento o con papel de aluminio; en dos dimensiones o en tres; con lavanderas o plantas que germinan; con imágenes de estilo napolitano o uno viviente con niños y mayores; tecnológico o clásico… Son tantas las formas y las evoluciones que podemos decir que la encarnación del Niño que viene se actualiza en cada tiempo y en cada ambiente.
A lo largo de toda la geografía cristiana, los belenes se preparan con esmero y con cierta veneración porque es una forma de percibir el Misterio que se encierra tras la debilidad del Niño que nace en Belén.
Han pasado muchos años desde que en 1223, en una cueva cercana al castillo de Greccio, en el centro de Italia, san Francisco de Asís y un grupo de franciscanos preparasen un altar sobre un pesebre, junto al cual habían colocado una mula y un buey. Unos campesinos interpretaban los personajes de la narración del Evangelio de san Lucas. Aquella noche, escribió uno de los frailes, “se rindió honor a la sencillez, se exaltó la pobreza, se alabó la humildad y Greccio se convirtió en una nueva Belén”.
Aquella celebración de la eucaristía de Navidad en la que todos los fieles formaban parte de aquel Belén viviente no se olvidó jamás. Cuentan que la gente volvió contenta a sus casas, llevándose como recuerdo la paja, que luego se demostró una buena medicina para curar a los animales.
Y es que poner el Belén es algo más que decorar un espacio con un paisaje invernal, desértico o caballeresco. El cariño con el que tantos se disponen en estos días a desempolvar las figuras o recoger el musgo es una buena expresión del Amor de Dios por la humanidad.
Mateo González Alonso
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