Un último paso, tal vez el más difícil. Ya no sólo consiste en dejar al otro ser otro, sino en ayudarle a ser él mismo. Puede ser clarificador un episodio vivido por el que luego fuera Juan Pablo II cuando sólo era un joven sacerdote. Cuenta la historia que no quiso bautizar a un niño judío -confiado a una familia católica durante la persecución nazi- por respetar su identidad y el deseo de sus padres, asesinados en el campo de concentración de Auschwitz, de que fuera educado en el judaísmo. Con el tiempo, y ya calmada la situación bélica, la familia católica, le envió con sus familiares judíos de Norteamérica donde el niño se instruyó como tal. Lo cómodo hubiera sido bautizarle y acabar con el problema, pero, afortunadamente, no fue así. Educarle como judío era un derecho que el niño había heredado y el joven Wojtila supo verlo a tiempo. Hoy por hoy, nos puede parecer impensable que un cristiano llegue a animar a un musulmán, judío, bahá’í, sikh… a ser coherente con su credo, con sus tradiciones y sus valores. Nos parece utópico porque, primero, por lo general, no conocemos sus pensamientos y creencias y prima el proselitismo, y segundo, porque pocas veces los cristianos somos capaces de estimularnos mutuamente en el seguimiento de Jesús de Nazaret, en el día a día cotidiano. Demasiados recelos y suspicacias… Pero, ¿y viceversa?, ¿nos dejaríamos interpelar por una persona de otra religión o cultura…? El hecho de orar juntos ya supone un avance hacia la comprensión. Ahí queda el reto…
Elena Carrasco
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