“Aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil porque pasan aprisa y vuelan” (Sal 90 (89), 10) Comienza la carta que el Santo Padre Juan Pablo II dirigió a los ancianos señalando que setenta eran muchos años en los tiempos en que el salmista escribía esas palabras, mientras que hoy, gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado notablemente. Sin embargo, siendo cierto que los años pasan deprisa, el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él. Al leer estas palabras del Papa, nos resulta fácil convenir en la belleza del mundo y en las ganas de sacarle el máximo partido cuando se contempla con ojos de juventud, pero nos cuesta comprender, como deberíamos hacerlo, la visión de quienes ya sienten la fatiga de ver los años volar. Y continúa el Santo Padre diciendo: “mi pensamiento se dirige con afecto a vosotros, queridos ancianos de cualquier lengua o cultura… para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles problemas”.

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