Olvidamos con frecuencia lo necesitados que están los mayores. Un día, al atardecer de la vida, nos descubriremos sentados en el banco de un parque, y quizá salga de nuestra boca algo que a menudo nos cuentan y a nosotros nos suena a queja mimosa, pero que no lo es: “yo ya sólo espero que el Señor me lleve”. Nos hacemos mayores precisamente porque nuestro corazón se ha cansado demasiado pronto de los ancianos. Porque hemos perdido la paciencia, hemos confundido la entrega por amor con la caridad de regalo, porque hemos permitido que el mundo no envejezca. A cambio se ha instalado en una ridícula pose donde sólo vale lo nuevo, lo que huele y sabe a nuevo, lo que funciona como nuevo. Hacerse mayor, envejecer, ser anciano, no es ser nuevo. Es ser viejo: necesitar más, pero al mismo tiempo dar más, ofrecer más, contar más, querer más y no esperar a cambio nada más que un rato de conversación o un paseo. Ser anciano es mirar por el espejo retrovisor, es cerrar el círculo hasta volver a ser niño. Y eso, en un sentido o en otro, es estar más cerca de Jesús. “El tiempo se escapa irremediablemente” decía el poeta latino. Todo tiene un principio y un final, y nosotros también. Hay una fecha de entrada y otra de salida, pero la fe nos abre una “esperanza que no defrauda”, la esperanza de vivir como el anciano Abraham: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tu una bendición” Que los todavía jóvenes sepamos ser una bendición para los ancianos. Que dejemos que los ancianos sean una bendición para nosotros.

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