No sé cómo va el boxeo. Tampoco me interesa mucho. Pero parece que hoy, aquí y ahora, hay cada vez menos lugar para la indirecta en el debate social, económico o político. La directa, las directas, copan los titulares. Una directa en la radio, en la prensa, en la televisión, se identifica con el efecto preciso, contundente, inmediato. Miguel Rua es el paradigma del educador de directas encubiertas, que no llegan nunca a indirectas. En ellas el interesado podía sentirse incómodo, quizás amolado, pero jamás ofendido. Cierto día Rua, joven estudiante, fue encargado de vigilar el servicio de un banquete. Inclinado sobre la barandilla de la escalera vio cómo uno de los improvisados camareros tomaba una ciruela y se la comía con precipitación. Mira de nuevo al frutero, qué bárbaro, cómo brillan esas ciruelitas y cada una es como una invitación a abandonarse, Luigi, abandonarse al regusto de otra y otra ciruela y ¡zas! Meto otra vez la mano para extraer otra, cuando desde lo alto de la escalera se oyeron tres sílabas que paralizaron sus dedos:- ¡Y van dos! Fue la voz de Miguel Rua, testigo de excepción del hecho. Y Luigi dejó en el aire la mano, desairado, con el comentario envolviéndole la cabeza, como una modesta nube que la directa de Rua le había situado allí.- Veo, pobre, pero que muy pobre la casa, le dijo un día al «santo Don Binelli», maestro de novicios en Francia. Vamos a tener que hacer algo por ella.- No, no, Don Rua, déjelo. Al contrario, le voy a dar yo algo para nuestras obras.- Tú déjame hacer, chico, que no me voy a arruinar. Toma, toma estos tres billetes de cien francos; es poco, pero…- No sé cómo agradecérselo ¿sabe?- No me lo agradezcas. Son tuyos. Los he encontrado en el cajón de la mesa de la habitación donde he dormido. Más cuidado, hijo, y menos distracciones… La directa, las directas de Rua creaban un campo de aturdimiento. Eran una expresión de fuerza, de determinación. Amagar y no dar. Una finta. Eso, una finta. Es sabido que en el ring una finta puede desequilibrar más al rival que una acometida. Cuando en su visita a los salesianos de Salamanca al hacerse la foto de familia notó la falta del cuadro de Don Bosco que la presidiera, esperó y esperó hasta que el director logró recordar que tenían una en el desván. Situado ya en el centro del grupo el cuadro, Miguel Rua sacó su pañuelo y lo limpió hasta sacar brillo al cristal. Alguien dijo, en voz baja: «¡Ya empezamos con las fintas!»
Francisco Rodríguez de Coro
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