En los primeros siglos de la Iglesia el culto de los santos comienza con la veneración de los mártires y de sus restos mortales, conservados ordinariamente en las catacumbas. Más tarde, sobre todo a partir del “giro costantiniano” y de la paz de la Iglesia (313 d.C.), en las comunidades cristianas se afianza también el culto de los santos monjes y de los obispos santos. Cuando cesan las persecuciones, al “martirio de la sangre” le sucede el llamado “martirio de la conciencia” (o “en el secreto del corazón”), que era propio de quien se entregaba más radicalmente a la imitación y seguimiento de Jesús.Es interesante notar que – ya a partir del siglo segundo y hasta nuestros días – el término “mártir” (en griego martys, que significa testigo, y que, por tanto, podría valer para todos los cristianos) se refiere sólo al fiel que ha derramado su sangre (effuso sanguine) por su fe en Jesucristo (in odium fidei). Por eso al “simple” testigo de la fe, que no ha sufrido la persecución cruenta, se le aplican otros términos, especialmente el de “confesor”.Esta sencilla explicación terminológica sostiene y valora la consecuencia que queremos sacar: desde siempre, en la Iglesia, el “supremo testimonio” de la fe es el del que – como el Señor Jesús – ha dado su vida para que el mal y la muerte fuesen vencidas.
Enrico dal Covolo
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