“Mi madre me contó varias veces que en aquel año de gran sequía, cuando el hambre apretaba, entregó una cantidad de dinero a un amigo, Bernardo Cavallo, para que pudiese comprar algo de grano para comer. Volvió dos días más tarde, cuando todos le esperábamos con ansiedad porque dada la escasa comida de aquel día, temíamos aquella noche las funestas consecuencias del hambre. Pronto nos invadió el miedo al ver que venía sin nada. Traía sólo dinero porque los precios eran exorbitantes. “Mi marido –dijo mi madre– cuando estaba muriéndose me dijo que confiase en Dios. Pongámonos de rodillas. Vamos a rezar”. Después se levantó… “en los casos extremos deben adoptarse medidas extremas…” Con la ayuda del señor Cavallo, se dirigió al establo y mató el ternero que teníamos. Fue el modo de quitar el hambre a aquella familia sin esperanza.” Nunca la pobreza y la austeridad estuvieron lejos de don Bosco. Pero tampoco su confianza en la providencia. Había aprendido a pedir a sus muchachos que rezasen para conseguir dinero y pagar al panadero o las obras del Oratorio. Y lo hacía para atender a las necesidades de sus “jóvenes pobres y abandonados.” Era capaz de pasar la enorme vergüenza de salir a pedir todos los días para dar de comer a sus jóvenes. De ahí su gran creatividad –tómbolas, loterías, uso de la correspondencia, etc. – o su capacidad de emprender fatigosos viajes a París o a Barcelona en busca de ayuda, para darles los mejores sistemas pedagógicos de la época. Y todo, decía don Bosco “hasta la temeridad” declarándose capaz de “quitarse el sombrero delante del diablo” si fuera necesario. Otra cosa es cuando en la familia se intenta “comprar” el afecto de los hijos subiéndose al carro del consumo, de un bienestar mal entendido, o en que “tengan lo que yo no pude tener”. ¿Qué significa en nuestra sociedad educar en la austeridad, en la solidaridad, en la cercanía a los más pobres, en…? ¡Nos queda tarea por delante!

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