Dios es el soberano de la vida humana desde que empieza hasta que se acaba. Y, como creador, quien nos garantiza una existencia digna, si somos capaces de organizar nuestra vida contando con Él. Por el contrario, si no es la referencia fundamental, nuestra existencia se desvirtúa. La centralidad de Dios se relaciona, pues, con el sentido de la vida que encuentra su orientación definitiva en Dios. El corazón humano está tan repleto de aspiraciones de infinito que sólo Dios lo puede colmar. En el encuentro con Dios realizamos nuestro definitivo destino y descubrimos el camino para alcanzarlo. Por eso, cuando nos alejamos del proyecto de Dios, nos pervertimos. La Inmaculada es la mujer que ha dejado que Dios se adueñe de su vida. Lo que Dios ha pensado para Ella lo ha asumido de una forma definitiva. La Virgen, que es Inmaculada, elegida por Dios desde el inicio de su vida, también ha elegido a Dios como su todo. La Inmaculada se ha puesto en sus manos, entendiendo que sólo Dios es el centro. Se ha descentrado. Ahí comienza un excepcional camino que ha cambiado la historia de la humanidad. La esclava del Señor termina siendo la Reina; su apuesta por Dios le ha permitido elegir bien. En la Inmaculada reconocemos el sentido de la vida humana. Ella nos dice que cuando Dios se apodera de una persona, y ésta se deja poseer por Dios, descubre el sentido y alcanza la plenitud. ;span class="Estilo2">2. El Dios cristiano nos ama ;/span> El Dios cristiano no es terrible ni lejano. Nuestro Dios se preocupa por la vida que crea, y recrea, de manera permanente. Es un Dios al que le preocupan las personas. Su apuesta por la humanidad es tal que no sólo acaricia la vida de cada ser humano sino que, en esa caricia, redime su existencia. La cercanía de Dios a la vida la enriquece sin medida. Dios es la fuente de una vida llamada a la plenitud porque tiene un origen inagotable. La bendición de Dios por la humanidad se llama amor. ¡Dios nos ama! Nuestro destino no es la condena sino la gracia. El juicio positivo de Dios sobre nosotros es tan decisivo que, en ese gesto, Dios se define. Nuestro creador se nos entrega. Su permanente donación garantiza nuestra esperanza, porque el amor que nos tiene asegura que las aspiraciones de nuestro corazón se van a realizar. La Inmaculada es un canto excepcional del amor que Dios nos regala. La gracia que ha derramado en Ella la hace feliz, bienaventurada. La experiencia del amor que tanto deseamos, y tantas veces, destrozamos, alcanza su punto culminante cuando un ser humano descubre el amor que Dios le tiene. La Inmaculada lo descubrió y lo convirtió en la convicción fundamental de su vida. El gesto divino envolviendo en su amor a la mujer de Nazaret, desde su nacimiento, vale para todos y se repite en cada uno de nosotros. En ese gesto Dios abraza a la humanidad entera, porque, a esa inconcebible apuesta suya, también se incorpora el hijo de María, nuestro hermano Jesús. Esa incomparable mujer, la Inmaculada, ha hecho posible que su hijo pertenezca al peculiar grupo de hombres y mujeres para los que la gracia es siempre más fuerte que el pecado.
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