Jóvenes y primer anuncio
Escena primera:
Estoy en el mes de julio en Madrid y recibo la visita de un joven. No tiene claro qué hacer con su vida, puesto que los dos grados superiores que ha iniciado no le han convencido. Le encanta la fotografía y todo lo que tiene que ver con el arte. Una mañana le sugiero que vayamos a ver el Museo del Prado, la gran joya que ningún artista debería perderse. Dispuesto a hacer de guía, empezamos por la sala medieval donde están los frescos de una ermita. A partir de ahí, vamos recorriendo todos los cuadros que representan a Jesús, tratando de contemplar de qué manera los pintores han transmitido quién es Jesús para ellos y cómo se expresaba la fe del momento en que pintaban. Descubro, después de unas cuantas salas, que le interesa mucho el tema. ¿Por qué? Porque ahora comprendía los cuadros. Ahora entiendo –me dijo– que Él es la clave para entender el alma que cada artista ha dejado en sus cuadros.
Al terminar la visita le regalo un libro que explica de manera especial los cuadros que hemos visto. Al día siguiente empieza a leerlo y me llama. “Aquí no está todo”, me dice. “Ya lo sé”, le respondo. Silencio. Al rato me pregunta: “¿Y qué hago entonces para entender todo?”. Le regalé un Nuevo Testamento.
Escena segunda:
Los acantilados de la costa cantábrica son preciosos. Si paseas junto a ellos en un día de viento del norte y lluvia, el mar se presenta especialmente imponente y bello. Pues por ahí andaba yo paseando una tarde de otoño con un joven al que daba clases de filosofía. Hablando de todo, empezamos a hablar de lo humano y la conversación nos llevó a lo divino de una forma que ya no recuerdo. Inesperadamente. Dios era el tema de la charla. No tanto Dios como mi fe en Dios. Porque de la pregunta sobre qué es Dios, que traduje en quién es Dios, se pasó a la pregunta de quién es Dios para mí. Tomé aire, que en ese momento no faltaba. Miré al mar. Y creo que dije algo así: cuando entro en el mar y me sumerjo, pequeño, desnudo, helado… sólo experimento la sensación de un silencio lleno de la potencia del sonido del mar. El zarandeo y el frío, ahí en lo hondo, se detienen. Solo y pequeño en una inmensidad inabarcable de la que únicamente experimentas una sensación: la sensación de que en él vives, te mueves y existes.
Seguimos nuestro paseo. Bajamos a la playa y entonces dijo él: “Si alguna vez empiezo a creer me gustaría bautizarme en el mar”.
Escena tercera:
Se abre la puerta de mi despacho mientras escribo en el ordenador. El joven estaba acostumbrado a entrar, charlar, bromear conmigo y también a hacerme preguntas para pensar juntos. Esta vez me pregunta: “¿Tú rezas?”. “Claro”, respondo yo. Se me queda mirando y vuelve al ataque: “¿Pero en la oración ocurre algo realmente? ¿Sientes algo, escuchas algo, hablas con alguien?”. Ahora el que le mira soy yo y trato de explicarle: “Ese momento en que rezo, es más bien el rato en el que pongo todo de mi parte para que no pase inadvertida la presencia del Dios que constantemente me habla”. Entonces el joven se pone en pie. Pone las manos sobre la mesa, se me queda mirando fijamente y muy serio me dice: “Creo que tú sabes algo que yo no sé y no me lo quiero perder”.
Abel Domínguez
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